Es universalmente conocido el dicho que dice que el camino al
infierno está pavimentado con buenas intenciones. Nada más
cierto que eso y para probarlo véase la propuesta de un grupo de
científicos norteamericanos que pretende combatir la obesidad
cobrando impuestos al consumo de cierto tipo de comidas.
Un cable de la agencia de noticias española EFE, fechado el
3 de junio en Washington, Estados Unidos, dice que un Centro de
las Ciencias para el Interés Público y la Universidad de Yale
proponen cobrar impuestos al consumo de bebidas gaseosas, pasteles,
bocadillos y comidas rápidas con el doble objeto de desalentar su
consumo y de solventar un fondo destinado a la atención de los
problemas de salud derivados de la obesidad.
La excusa es la estadística: entre 310.000 y 580.000
personas mueren cada año por problemas derivados de la gordura; el
55 por ciento de la población está afectada por estos problemas y
los gastos que debe afrontar el seguro social para atender estos
problemas no cesan de aumentar.
Así empezó la lucha que está convirtiendo el hábito de
fumar en un delito, así se inició la cuestión de las drogas y así
se originó la célebre ley seca.
Hay dos cuestiones de filosofía política afectadas por la
propuesta de los científicos, que son de fundamental
importancia.
La primera es el tema de los gastos que la obesidad genera al
seguro social, al presupuesto de Estados Unidos. El caso es similar
al de los gastos que generan el tabaquismo o el alcoholismo.
Se aduce un interés público en cubrir por vía especial los
gastos de salud que sirven para atender a los adictos al tabaco, al
alcohol o, ahora, la comida debido a que tales adicciones no son
normales y los males que generan pueden imputarse a desordenes de la
conducta individual, en razón de lo cual sería injusto que una
persona equilibrada pagara las cuentas ocasionadas por otra, que no
lo es.
El
argumento parece irrebatible y legítimo, pero no lo es porque el
impuesto es una carga general, que será pagada no solamente por los
adictos, sino por todos los consumidores ocasionales, normales, de
los tipos de comida cuyo consumo se pretende desalentar. La libertad
de elección de las personas normales y equilibradas se ve de ese
modo restringida y su aporte al sostenimiento del sistema de seguro
social será usado para un fin que no les afecta, del mismo modo en
que es usado su aporte ahora.
Es
decir, no habrá mayor justicia contributiva y sí habrá restricción
de la libertad personal.
Ese es el problema: la tendencia que existe en Estados Unidos
es a la restricción de la libertad personal de la gente, en nombre
de las más nobles causas.
La ley seca que criminalizó, en nombre de las buenas
costumbres, el consumo de alcoholes (vinos, cervezas, licores,
whiskyes, etc.) no solamente no ayudó a nadie en particular a dejar
la bebida, sino que generó dos consecuencias igualmente
repugnantes, de las que Estados Unidos no se recupera todavía: el
establecimiento del imperio criminal más grande de la historia
moderna, la Mafia, nutrido en las exorbitantes rentas generadas por
la demanda artificialmente restringida de alcoholes y el
establecimiento de un poder de policía estatal muy cercano, muy
cercano, al de los estados totalitarios.
Es lo mismo que ocurre hoy con la criminalización de las
drogas y con la proscripción del tabaco.
La
segunda cuestión de filosofía política concernida es el tema de
hasta dónde se puede legislar legítimamente el poder público.
Los
científicos que proponen estos impuestos a ciertos tipos de comida
olvidan que las sociedades no son, como lo repetía sin cesar Edmund
Burke, papeles en blanco en los que se puede escribir cualquier
cosa.
La
vida privada de las personas, en lo que no afecte al orden público,
no puede estar sometida al escrutinio de la autoridad pública sin
que ello destruya los elementos que hacen a una sociedad libre. Cada
persona es, y debe ser, libre de hacer lo que le plazca con el único
límite de no afectar los derechos y libertades de los terceros:
beber, fumar, comer, drogarse o acostarse son asuntos en los que el
gobierno nada tiene que decir salvo que se trate de un gobierno
totalitario.
Los
gobiernos surgen de la gente y no la gente de los gobiernos por lo
que pretender dar a la autoridad pública la potestad de modelar a
los ciudadanos es un programa digno de Hitler o Stalin.
Finalmente
hay que señalar el hecho de que la idiotez disfrazada de beatitud
que tanto daño ha causado a la libertad en los países del Tercer
Mundo no es, ni mucho menos, monopolio de ellos, sino que está
también firmemente instalada en los países más avanzados de la
Tierra.
Si
ellos se han salvado hasta ahora de todo el daño que causan estos
bienintencionados nazis es debido a que hombres como Jefferson,
Franklin o Lincoln pudieron establecer y consolidar un sistema capaz
de frenar los deseos que tienen los cristianos de imponer a todos su
salvación.
Hay
que ver hasta cuándo, sin embargo, podrá resistir la ciudadanía
norteamericana tan persistente asalto.
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