En
algunos centros de estudios sociales se discuten de cuando en cuando
ideas radicales tales como la disolución de la representación del
pueblo en sistemas constitucionales que no contemplan esa figura.
Muchos analistas denominan delirio a esas o semejantes
propuestas.
Cuando Oliver Cromwell disolvió el Largo Parlamento en
un marco constitucional que no lo permitía, lejos de estar
delirando resolvió un problema que paralizaba el desarrollo
institucional de Inglaterra: en nombre de normas preexistentes, se
estaba limitando la participación popular en el gobierno.
Al disolver el Parlamento, Cromwell consolidó las bases del
sistema político que se estaba forjando, la democracia
representativa.
En Paraguay, un demócrata ejemplar como Eligio Ayala,
disolvió el Congreso en 1922 para reconstruir las instituciones de
la República, que gracias a ello tuvieron un mejor funcionamiento
durante los siguientes catorce años, pudiendo enfrentar
satisfactoriamente el desafío de la Guerra del Chaco.
En 1991, la Convención Constituyente de Colombia, en la que
participaban personalidades de la talla de Gabriel García Márquez,
por motivos muy parecidos a los de Cromwell, disolvió en Congreso
colombiano para dar al país la posibilidad de legitimar su
representación política.
Lo mismo ocurrió en Venezuela, a iniciativa del presidente
Hugo Chávez, que disolvió el Congreso en uno de los más radicales
procesos revolucionarios de América Latina, para fundar las bases
de un nuevo y más participativo sistema político.
Hubo otras disoluciones, exitosas, aunque no
democratizadoras, como la de Estigarribia en 1940, en Paraguay, o la
de Fujimori, en Perú, en 1992.
En síntesis, existen situaciones históricas que requieren
establecer cambios que permitan a la sociedad que las vive superar
los problemas que sufre y marchar hacia marcos más provechosamente
ordenados.
A esto se denomina, precisamente, nuevos paradigmas:
una sociedad paralizada en sus viejos paradigmas los reemplaza por
otros que le permitan seguir adelante.
Es natural que los sectores que se benefician del status quo
se resistan a modificar los paradigmas que le son provechosos,
aunque ellos perjudiquen notoriamente a todo el resto de la
sociedad.
Pero es delirante, esto sí delirante y dogmático, impedir
que se discutan los posibles nuevos paradigmas o, peor, condenar a
quienes los proponen.
Las sociedades civilizadas acogen las propuestas, las
discuten, las acogen o las rechazan, pero jamás sacrifican a sus
pensadores, porque eso es un extravío.
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