Adiós a los
Lores
Enrique Vargas Peña
El jueves 11 se realizó la última sesión de la Cámara de los Lores
del Parlamento Británico, al menos la última con la forma que esa venerable casa
legislativa había tenido hasta ahora.
Durante setecientos años, formalmente desde 1215, tras la firma de la
Carta Magna por Juan Sin Tierra, los Lores (señores) de Inglaterra prestaron servicios
insignes a su país y a la humanidad.
A su país, le prestaron el servicio de permitir a una elite (en el
más alto y estricto sentido del término) conducir el proceso de formación de una
potencia que empezó en esa húmeda y alejada isla que es Gran Bretaña hasta convertirse,
en 1815, en el más vasto y poderoso imperio de la Historia.
Ningún otro cuerpo semejante alcanzó jamás tantos logros, salvo el
Senado de la República Romana, entidad muy semejante en composición y funciones a la
Cámara de los Lores de Inglaterra.
A la humanidad le prestaron el servicio de ser el fundamento de un
sistema que fue restringiendo progresivamente la omnipotencia gubernamental y, por eso, la
base desde la cual se fue construyendo la democracia moderna que, no por casualidad,
nació en Inglaterra.
Los Lores de Inglaterra fueron los que dijeron al rey Juan Sin Tierra
esa célebre y magnífica sentencia de la que surge la libertad moderna: "no habrá
contribución sin representación".
"No habrá contribución sin representación", es decir
"no pagaremos impuestos sin que se nos consulte en qué se gastará ese dinero".
Los constituyentes norteamericanos, tal vez la mejor elite política
que haya visto el mundo junto a los senadores romanos y los lores ingleses, llegaron,
estudiando historia de Roma e historia de Inglaterra, a la conclusión de que el primer
paso para el progreso de las naciones es dotarlas de instituciones excelentes.
Lo que hicieron, la Constitución de Estados Unidos, demuestra
claramente que tenían razón.
Esa es la lección de este capítulo glorioso de las instituciones
políticas que se llama "Cámara de los Lores de Inglaterra": el progreso
depende mucho menos de buenos o grandes hombres que de buenas y estables instituciones.
Y esa es la lección que los constituyentes paraguayos de 1992, tal vez
la peor clase política reunida jamás, no lograron aprender a pesar de ser, casi todos,
mejores egresados y becarios en el extranjero.
La clase política paraguaya cree que puede sustituir el sentido común con sus
excelentes notas colegiales. Los resultados están a la vista.