Durante el curso del juicio político al que fue sometido el actual
presidente de Estados Unidos, qu
edó en evidencia que hay grupos en el partido Demócrata
norteamericano que resolvieron prescindir de la ética y recurrir a
la razón de Estado en su conducta tanto interna como internacional.
El argumento único que estos grupos adujeron en defensa de
William Jefferson Clinton, 42ndo. presidente de Estados Unidos, fue
que dado que la economía del país marchaba bien, parecía útil
para la sociedad dejar impunes los delitos de obstrucción a la
Justicia y perjurio cometidos por el jefe del Estado.
En síntesis, recomendaban sacrificar la decencia y la
igualdad ante la ley con la excusa de que si no se hacía así, los
dólares dejarían de fluir a los bolsillos de los norteamericanos.
Cuando alguien resuelve caminar al costado de la ética y la
moral, no lo hace para detenerse enseguida, sino para seguir
derribando sin escrúpulos todas las cosas que se perciban como
obstaculizando o retrasando el logro de los fines que se quieren
alcanzar. Nadie que se haya adentrado en ese camino ha dado media
vuelta para volver sobre sus pasos.
En ese camino, las fuerzas que están representadas por el
presidente Clinton se están topando con las salvaguardas que el
sistema institucional norteamericano tiene para frenar peligros como
estos: la no reelección presidencial, el Colegio Electoral y el
sistema judicial.
Como era de esperar, en el proceso electoral que debía
permitir la elección de un nuevo presidente de Estados Unidos el
pasado 7 de noviembre, las fuerzas de Clinton, que presentaban la
candidatura de su vicepresidente Albert Gore, no han dudado en
desafiar al máximo a esas salvaguardas, esperando que una, o todas,
se quiebren y les permitan seguir avanzando en la lenta destrucción
de la República norteamericana.
La bandera que levantaron con ese propósito fue la de la
necesidad de que todos los votos emitidos por los electores
norteamericanos sean contados. Una bandera aparentemente noble, que
encubre, sin embargo, un astuto abandono de principios fundamentales
del sistema político institucional de Estados Unidos.
Estos principios son la igualdad ante la ley y el debido
proceso bajo la ley.
La cuestión es sencilla, aunque fue artificialmente
ensombrecida: los conteos manuales de votos exigidos por las fuerzas
continuistas de Albert Gore implican incluir como válidos numerosos
votos que no se ajustan a las disposiciones de las normas
pre-existentes y, por tanto, su inclusión supone otorgar a sus
emisores un privilegio que se niega a otros ciudadanos y supone
legislar con efecto retroactivo para favorecer a esos electores.
Es lo mismo que en una elección paraguaya se pretenda
desempatar un resultado incluyendo en el conteo sufragios que las
mesas receptoras de votos anularon no estar debidamente marcados.
Los demócratas dirían que esos votos deben ser contados
porque "todo voto cuenta" a pesar de que la ley previa,
las reglas del juego, señala claramente que si el voto no está
adecuadamente marcado debe ser anulado y que la responsabilidad de
marcar correctamente el voto es del elector y no del sistema
electoral.
La resolución de la Corte Suprema de Estados Unidos sobre la
materia, emitida el 12 de diciembre y tomada por siete de sus nueve
miembros, clarifica la cuestión de manera definitiva: mientras en
los recuentos de votos no se establezcan normas que garanticen la
igualdad ante la ley y el debido proceso bajo la ley, ellos, los
recuentos, violan la Constitución de Estados Unidos y no deben
realizarse.
Las fuerzas de Clinton y Gore no se detendrán por esta
resolución, aunque ella salva, de momento, la vida del sistema
norteamericano tal como se conocía hasta ahora. Ellas seguirán
haciendo todo lo posible para convertir lo que Augusto Roa Bastos
denomina "la democracia imperial estadounidense" en un
imperio puro y duro cuyo poder político actúa hacia adentro con la
misma brutalidad y falta de escrúpulos con que actúa afuera.
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