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Balance de una visita

Enrique Vargas Peña

En marzo de 1999, una coalición de fuerzas, articulada por Juan Carlos Wasmosy, derrocó a un gobierno constitucional y legítimo, aunque torpe e incapaz, e instauró en su lugar una dictadura que restableció muchas de las más odiosas prácticas vigentes antes de 1989.

Por primera vez en 10 años, el país volvió a tener presos políticos, torturas, periodistas y medios perseguidos, caza de brujas y miedo, mucho miedo.

El gobierno norteamericano de Bill Clinton apoyó ese retroceso, como otros gobiernos norteamericanos apoyaron a gente como Anastasio Somoza o la Junta Militar que se instaló en Argentina en 1976.

El gobierno de Cubas fue víctima de la incomprensión del propio Raúl Cubas acerca de la naturaleza del poder en una democracia y de la escasa visión política de los líderes de la fuerza que le servía de sustento.

Cercado desde un Poder Judicial políticamente obediente a la oposición, lo cual es tan malo como obedecer al oficialismo, el gobierno de Cubas jamás alcanzó a comprender siquiera el carácter del desafío al que debía hacer frente.

La coalición wasmosista proyectó y llevó a la práctica una modificación del orden jurídico democrático vigente, para reemplazarlo por otro, acorde a sus necesidades, autoritario y arbitrario.

La bendición norteamericana no garantiza, al menos no en América Latina, que los bendecidos sean demócratas. Lo contrario es la tradición, que se confirmó en Paraguay en marzo de 1999.

La dictadura inaugurada el 28 de marzo de 1999 tiene todos los componentes característicos del estado autoritario: su poder se basa en la imputación de crímenes no probados a sus adversarios políticos, en la abolición del debido proceso para mantener en vigencia esas acusaciones, en la aplicación de dosis periodicas de terror sobre los críticos para amedrentar a toda la población, en la instrumentación aviesa, no ocultada, de los jueces a los dictados del grupo en el poder.

Esto es tan evidente para todos que ni siquiera el gobierno norteamericano, soporte principal de la dictadura, lo hubiera podido negar sin caer en el descrédito más completo.

Tomado el poder, la coalición articulada por Wasmosy se encargó de dejar sentado que no tenía intención alguna de consultar al pueblo, como ordenaba la Constitución, y ordenó a su Corte Suprema de Justicia la sanción de la usurpación del poder mediante una resolución aberrante, que está ya, con las otras que produjo desde 1997, en los anales de la iniquidad.

Pero el apoyo de Clinton no puede evitar que la dinámica autoritaria produzca las consecuencias que irremediablemente tiene siempre y en todas partes: corrupción, impunidad, descomposición, tensión, violencia.

El país se deshace ante la mirada de sus tutores norteamericanos, que no atinan a otrea cosa que a enviar delegados a tratar de apuntalar al régimen odioso que ha puesto al Paraguay bajo la férula de potencias extranjeras y, dentro del régimen, a los voceros de una escalada autoritaria que acentúe la represión y la exclusión.

Los partidarios de la dictadura están tan ensoberbecidos que admiten públicamente y sin ambages, y sin verguenza, la tutela extranjera.

La visita de Peter Romero al país, pues, es de la mayor relevancia, pues confirma la lamentable política seguida por Clinton hasta ahora, que generará una animadversión perdurable, y justificada, del pueblo paraguayo hacia Estados Unidos.