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La confusión de Occidente

Enrique Vargas Peña

El golpe de Estado en Pakistán, producido el pasado jueves 14, nos permite reflexionar sobre la manera en que los países occidentales, Estados Unidos, la Unión Europea, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Japón, entienden los procesos políticos en las sociedades subdesarroladas.

Pakistán estaba gobernado por Nawaz Sharif, de la Liga Musulmana, que había llegado al poder sin el "fair play" propio de las democracias, valiéndose del recurso harto dudoso de provocar elecciones anticipadas al lograr la destitución del gobierno precedente en base a cuestionables acusaciones de corrupción.

No satisfecho con eso, que sería difícilmente admisible en el Reino Unido, el gobierno de Sharif se condujo por el carril autoritario, lo que tampoco es propio de las democracias, ordenando razzias contra la oposición política, muchos de cuyos líderes soportaron arrestos arbitrarios en algún momento.

Y si a esa descalificatoria conducta política se agrega la desastrosa gestión administrativa, una gestión incapaz de encaminar al país hacia algo distinto de la inercia de la desesperanza, se tiene el cuadro completo de la situación.

La última razón sería un motivo de masivas movilizaciones de protesta para exteriorizar el descontento en cualquier país occidental y si se le sumaran las dos primeras, muchos pensarían en la necesidad de recurrir al derecho a la rebelión del que hablaban Locke, Jefferson, Voltaire o Rousseau, para rectificar rumbos.

En ese marco específico, y no en otro cualquiera, Sharif realizó una peligrosa jugada militar, la destitución, en extrañas circunstancias, del Comandante de las Fuerzas Armadas, general Pervez Musharaf, cuyo pase a retiro no estaba previsto hasta dentro de un tiempo.

Es obvio que en las democracias los comandantes militares se van cuando lo ordenan sus superiores civiles, con calendario o sin calendario, pues ellos deben obedecer y no deliberar, pero es igualmente obvio que en Pakistán cabía pensar que la jugada de Sharif estaba motivada en sus propias necesidades de consolidación política en detrimento de la vida institucional del país.

El hecho cierto e incontestable es que producido el golpe militar y la remoción de Sharif, los pakistaníes parecieron respirar aliviados y, aunque los medios de prensa reclaman el retorno de la vigencia de la Constitución, nadie reclama el retorno de Nawaz Sharif.

Pero lo que piensan los pakistaníes a Occidente le importa muy poco.

Occidente se enamora de y sostiene a los bandidos que en las sociedades subdesarrolladas logran disfrazar sus pillajes y sus crímenes con la formalidad democrática, incluso con una formalidad que deja bastante que desear.

Que nuestras sociedades se hundan bajo el paso de la corrupción más completa, que nuestros sistemas judiciales sean amparo de los inescrupulosos, que nuestras cárceles estén llenas de inocentes, eso interesa a Occidente menos que los ladrones y los represores cubran eso con la fachada de la democracia.

Y entonces, cuando las sociedades ofendidas reaccionan, Occidente convierte a los Nawaz Sharif, a los Carlos Andrés Pérez, a los Alán García, a los Juan Carlos Wasmosy, en mártires de democracias etéreas cuya única sustancia es la pauperización de los países en que actúan tales sinvergüenzas.

Occidente confunde, lamentablemente, a estos oportunistas con las sociedades que ellos han expoliado.

Yo no sé si el general Musharaf contribuirá a mejorar la democracia en Pakistán. Pero puedo suponer que si Occidente hubiera mostrado la mitad de la preocupación que ahora exhibe por la suerte de las instituciones libres de Pakistán cuando las violentaba Sharif o si hubiera tomado un cuatro de las medidas que ahora toma, nadie hubiera escuchado hablar del general Pervez Musharaf.