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Zimbabwe, Irán y Paraguay

Enrique Vargas Peña

Zimbabwe es un país en el sur de Africa que estuvo gobernado hasta 1979 por un gobierno de minoría blanca y segregación racial. Ese año, después de una larga guerra de guerrillas, accedió al poder, con el apoyo indiscutido de la mayoría negra y de la comunidad internacional, el señor Robert Mugabe, con una Constitución diseñada en Londres.

Mugabe gobernó durante veinte años desde entonces, degradando cada vez más el Estado de Derecho que recibió, hasta convertirse en una especie de típico dictador africano, equiparable, tal vez no a Idi Amín o a Mobutu, pero indudablemente sí a Kenneth Kaunda y Julius Nyerere.

Ultimamente, Zimbabwe no tiene ya para mantener sus infraestructuras, que están colapsando, no puede abastecer la demanda de gasolina y mete presos habitualmente a los opositores.

En esas condiciones, Mugabe convocó a un referendum para abolir la Constitución y agregarse enormes poderes, que lo convertirían en un monarca absoluto.

Para hacer aprobar su referendum, Mugabe usó y abusó de los recursos del Estado. Se negó acceso a la televisión y a la radio a los opositores, se detuvo a varios operadores de campo de los críticos, se asustó a la población con proclamas tremendistas.

Sin embargo, a pesar del miedo, de la presión, del abuso, la oposición a Mugabe resolvió convertir el referendum en un plebiscito sobre el régimen. No solamente votar contra el proyecto de Constitución de Mugabe, sino contra Mugabe mismo.

El pueblo de Zimbabwe, puesto ante esa disyuntiva, resolvió apoyar a la oposición y dio, la pasada semana, un rotundo no a Mugabe, no solamente a su proyecto, sino a su régimen todo entero.

Casi al mismo tiempo que Mugabe asumía el poder, se estaba desarrollando en Irán, enorme país al Este de Turquía, una revolución, violenta, originada en la resistencia al odioso y opresivo régimen de Mohamed Reza Pahlevi que, con apoyo de Estados Unidos había organizado una dictadura corrupta que, además, torturaba y mataba a sus opositores.

La acción norteamericana provocó tal convulsión en la sociedad iraní que ella estableció en su defensa un sistema político muy vigilado, para evitar que los agentes de Estados Unidos volvieran a violar la vida del país.

Al cabo de veinte años, sin embargo, el sistema de vigilancia establecido por los revolucionarios iraníes está ahogando las posibilidades de desarrollo de la gente y restringiendo crecientemente los mecanismos de participación de la sociedad en el proceso de toma de decisiones políticas.

Los vigilantes han caído en las tentaciones del poder, esas que definió lord Acton y que se resumen en la célebre frase "el poder corrompe, el poder absoluto, corrompe absolutamente".

De manera que los iraníes han usado las elecciones parlamentarias celebradas el viernes 18 de febrero para plebiscitar al régimen.

El régimen intentó defenderse restringiendo aún más las ya escasas posibilidades de expresión, limitando drásticamente el tiempo de campaña electoral (una semana) y el derecho de los candidatos a hacer publicidad de sus candidaturas -tal como pretende en Paraguay el fiscal Caballero-.

Pero a pesar del miedo, a pesar de las restricciones, a pesar del amenazante enemigo exterior (Estados Unidos) presto a presentar el voto como una victoria suya, los iraníes dieron un estentóreo apoyo a la reforma, al cambio, a la renovación de su sistema político.

Paraguay tendrá una elección plebiscitaria del mismo tipo que las llevadas a cabo en Zimbabwe y en Irán el 13 de agosto.

Ese día podrá decidir si desea continuar con la dictadura de marzo, o cambiar para ser una sociedad libre y soberana.

Hacerlo dependerá de los líderes de la verdadera oposición: si son capaces de comprender el desafío, si son capaces de organizar el voto, si son capaces de pronunciar un mensaje claro.

Si son capaces de comprender que no hay legitimidad mayor que la que surge de una victoria electoral obtenida en las condiciones impuestas por el opresor, salvando todos los obstáculos que la tiranía oponga a la libre expresión de la gente.

Si son capaces de entender que la legitimidad es la clave de la cuestión, que la legitimidad es algo se puede, tal vez, postergar, pero nunca detener, que es la fuerza que ha sostenido las luchas más increíbles y cuya falta ha hecho caer a los imperios más poderosos.

Si son capaces de aprender los juegos arteros del régimen, que tientan a los ingenuos con atajos destinados a minar, justamente, la legitimidad del triunfo, para luego cuestionarlo y secuestrarlo, como han hecho desde el 3 de febrero hasta ahora.

La lección de Zimbabwe e Irán está clara. La confirman el fracaso del golpe militar de Chávez y el triunfo de su revolución electoral en Venezuela o la revolución que derrumbó a Ferdinando Marcos en Filipinas.

Si aquellas condicionantes son satisfechas, nadie podrá detener el proceso: ni las amenazas, ni la represión, ni la presencia de Estados Unidos.