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EEUU y nosotros

Enrique Vargas Peña

22 de noviembre de 2000

    

Unos días atrás, Estados Unidos desclasificó documentos que revelan su involucramiento en el derrocamiento del gobierno constitucional chileno que presidía el líder socialista Salvador Allende Gossens.

Ahora se están revelando hechos que muestran la estrecha vinculación entre Estados Unidos y el caído dictador peruano, Alberto Fujimori, a quien los norteamericanos sostuvieron durante diez años a pesar de los crímenes cometidos por él en compañía de su asesor Vladimiro Montesinos.

Después de las revelaciones relativas a esos dos hechos, separados por veintisiete años, ningún observador serio de los asuntos regionales, y ningún político, puede negar que Estados Unidos edifica y derriba gobiernos en América Latina sin consideración alguna por los deseos, y los votos, de los latinoamericanos y sin consideración alguna por el respeto a los derechos humanos que dice defender.

Durante el gobierno de Bill Clinton, Estados Unidos se ha visto envuelto en al menos dos actos semejantes al derrocamiento del presidente Allende, la conspiración que tumbó al presidente constitucional ecuatoriano Abdalá Bucaram y la que derribó al presidente constitucional paraguayo Raúl Cubas Grau.

No habrá que esperar más de dos décadas para que desde Washington vengan a confirmar, con atraso y sin pedido de perdón, lo que es evidente en el presente.

La decisiva influencia que las embajadas de Estados Unidos tienen en los países latinoamericanos está en proporción directa a la debilidad de las instituciones políticas de los países en las que actúan, sin que esto signifique que ellas no pretenden también debilitar esa institucionalidad donde es fuerte a los efectos de acrecentar su influencia, como sucedió efectivamente en Chile.

La tarea de los políticos latinoamericanos con sentido de patria, de los que quedan muy pocos en Paraguay, es trabajar a favor de una institucionalidad sólida que disminuya la influencia de los poderes extraños a la voluntad del pueblo.

No se trata de establecer dictaduras nacionalistas, pues ellas terminan siempre arrastrándose a los pies del Tio Sam, sino de fundar cimientos de democracias reales en las que el voto, y no el llamado del embajador norteamericano, sea la base de la política pública.

Tampoco se trata de resistirse a la globalización, pues eso sería retrasar las oportunidades de progreso, sino de evitar que con la excusa de la globalización se establezcan en nuestros países gobiernos títeres de Estados Unidos que sean incapaces de promocionar a los productores locales en el mercado mundial porque se encuentran sometiendo los mercados locales a los productores norteamericanos.

Obviamente, no se pueden esperar actitudes patrióticas ante Estados Unidos de parte de políticos que tienen miedo de expresar sus votos en el Senado o que se derriten porque reciben cartitas del vicepresidente brasileño.

Para tratar con Estados Unidos hacen falta políticos con decencia y con pueblo. 

   

    

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