Unos días atrás, Estados Unidos desclasificó documentos que revelan su
involucramiento en el derrocamiento del gobierno constitucional
chileno que presidía el líder socialista Salvador Allende Gossens.
Ahora se están revelando hechos que muestran la estrecha vinculación entre
Estados Unidos y el caído dictador peruano, Alberto Fujimori, a
quien los norteamericanos sostuvieron durante diez años a pesar de
los crímenes cometidos por él en compañía de su asesor Vladimiro
Montesinos.
Después de las revelaciones relativas a esos dos hechos, separados por
veintisiete años, ningún observador serio de los asuntos
regionales, y ningún político, puede negar que Estados Unidos
edifica y derriba gobiernos en América Latina sin consideración
alguna por los deseos, y los votos, de los latinoamericanos y sin
consideración alguna por el respeto a los derechos humanos que dice
defender.
Durante el gobierno de Bill Clinton, Estados Unidos se ha visto envuelto en
al menos dos actos semejantes al derrocamiento del presidente
Allende, la conspiración que tumbó al presidente constitucional
ecuatoriano Abdalá Bucaram y la que derribó al presidente
constitucional paraguayo Raúl Cubas Grau.
No habrá que esperar más de dos décadas para que desde Washington vengan
a confirmar, con atraso y sin pedido de perdón, lo que es evidente
en el presente.
La decisiva influencia que las embajadas de Estados Unidos tienen en los países
latinoamericanos está en proporción directa a la debilidad de las
instituciones políticas de los países en las que actúan, sin que
esto signifique que ellas no pretenden también debilitar esa
institucionalidad donde es fuerte a los efectos de acrecentar su
influencia, como sucedió efectivamente en Chile.
La tarea de los políticos latinoamericanos con sentido de patria, de los
que quedan muy pocos en Paraguay, es trabajar a favor de una
institucionalidad sólida que disminuya la influencia de los poderes
extraños a la voluntad del pueblo.
No se trata de establecer dictaduras nacionalistas, pues ellas terminan
siempre arrastrándose a los pies del Tio Sam, sino de fundar
cimientos de democracias reales en las que el voto, y no el llamado
del embajador norteamericano, sea la base de la política pública.
Tampoco se trata de resistirse a la globalización, pues eso sería retrasar
las oportunidades de progreso, sino de evitar que con la excusa de
la globalización se establezcan en nuestros países gobiernos títeres
de Estados Unidos que sean incapaces de promocionar a los
productores locales en el mercado mundial porque se encuentran
sometiendo los mercados locales a los productores norteamericanos.
Obviamente, no se pueden esperar actitudes patrióticas ante Estados Unidos
de parte de políticos que tienen miedo de expresar sus votos en el
Senado o que se derriten porque reciben cartitas del vicepresidente
brasileño.
Para tratar con Estados Unidos hacen falta políticos con decencia y con
pueblo.
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