El
embajador (nuncio apostólico) del jefe de la Iglesia Católica
Romana, Antonio Lucibello, realizó días atrás una crítica explícita
a los institutos de enseñanza que el catolicismo regentea en el
Paraguay.
La
crítica del nuncio es el primer reconocimiento, al menos el primero
que yo recuerde, del fracaso de la escuela confesional cristiana en
difundir la clase de valores morales que hacen posible la existencia
de una sociedad mínimamente decente.
Los
católicos, que son los dueños del proceso de formación de la
elite paraguaya desde 1537, han fracasado en dotar al país de una
dirigencia capaz de funcionar moralmente y de proyectar un modelo ético
al resto de la sociedad.
Lucibello
lo ha reconocido ahora pero el fracaso ha estado en evidencia desde
hace bastante tiempo.
Es
duro decirlo, pero la elite paraguaya es tan disoluta que pocos de
sus integrantes muestran reparos en apoyar fraudes electorales, en
aplaudir públicamente violaciones del debido proceso o en alentar
abiertamente la aplicación del principio de obediencia debida como
se ha visto hasta el hartazgo en la persecución que mantiene contra
el oviedismo.
Incluso
los valores que supuestamente interesan más al cristianismo, pero
que son parte de cualquier sistema moral medianamente serio, son
pisoteados asiduamente por la elite paraguaya.
En
ella creen que es normal violar matrimonios, lastimando así a los
hijos, o vivir traicionando todo amor, toda amistad, todo pacto.
"Todo el mundo lo hace" dicen, para agregar inmediatamente
que, a pesar de eso, son "buenos tipos".
El
catolicismo ha fallado lamentable y catastróficamente en hacer ver
que quien desea a la mujer de su prójimo no duda en apoderarse de
los bienes ajenos.
El
Paraguay no está en la patética situación en que se encuentra por
accidente, ni por voluntad de alguna deidad disgustada. No. Los
paraguayos estamos pagando las consecuencias de haber admitido que
nuestra formación moral permanezca indefinidamente en manos de una
institución, la Iglesia Católica, que ha sido negligente en la
tarea que Ella misma se ha arrogado.
Como
es dolorosamente evidente en estos momentos, los valores morales no
son meros recursos retóricos al servicio del sermón dominical de
alguno que otro cura.
Los
valores morales son la piedra angular del contrato social y sin
ellos no son posibles, sencillamente, la libertad y el progreso. Una
sociedad sumida en la amoralidad no puede proporcionar justicia.
El
embajador Lucibello no debe detenerse en la crítica que realizó.
El tiene el poder necesario para apartar a la Iglesia Católica del
Paraguay de las inmoralidades tan flagrantes de las que ha sido cómplice:
el fraude electoral o la instrumentación del Poder Judicial, para
citar los casos más escandalosos.
Si
la Iglesia no empieza a dar ejemplos en vez de discursos huecos para
rescatar a la elite paraguaya del lodazal en que se revuelca, la
ciudadanía deberá empezar a pensar seriamente en reemplazar al
catolicismo.
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