Se retira del país el Encargado de Negocios de Estados Unidos en
Paraguay, Stephen McFarland, acompañado del aprecio del régimen
presidido por el senador Luis Angel González Macchi por cuyo
nacimiento y supervivencia tanto hizo el funcionario norteamericano.
El régimen, que incluso inventó una condecoración para él,
no debería mostrarse tan obsecuente con funcionarios del nivel de
McFarland pues al hacerlo denota el provincianismo mental de sus
integrantes considerando que lo único que el Encargado de Negocios
hizo fue obedecer las instrucciones recibidas de sus superiores
norteamericanos en defensa de los intereses que el presidente
Clinton dispuso precautelar en Paraguay.
Alguien debería enseñar a González Macchi que las cortesías
que le dispensó McFarland no se las prodigó porque personalmente
estimara al encargado de la Presidencia de la República, sino
porque eso le fue ordenado como procedimiento conducente al logro de
los objetivos de Clinton.
Cosa parecida debe aclarársele a la oposición. Aunque
McFarland insiste en agregar crueldades de su consecha personal,
diciendo que ha defendido aquí la democracia como si los paraguayos
fuéramos imbéciles a los que un funcionario norteamericano puede
hacer olvidar el discurso de Lincoln en Gettysburg (19/XI/1863) ni
hubiéramos vivido hasta 1989 bajo un régimen que hacía las mismas
cosas que hace ahora el gobierno de González Macchi, no es el único
malo de la película y no porque dicho diplomático se vaya va a
cambiar la actitud del gobierno de Clinton hacia el Paraguay.
Clinton dispuso una determinada política hacia el Paraguay
para defender los negocios que tiene aquí Mark Jiménez, un
filipino que da dinero al partido Demócrata para pagar gastos de
esa organización que sostiene políticamente al presidente de EEUU,
así como a su actual candidato Albert Gore.
Este Jiménez ya era importante socio de Clinton en la campaña
electoral norteamericana de 1996 y a raíz de las irregularidades
ocurridas con los aportes, está procesado por la Justicia de EEUU y
se encuentra prófugo.
McFarland no hizo más que obedecer a sus jefes como ellos
esperan de cualquier funcionario de una administración pública.
Obediencia ciega, prescindente de consideraciones morales. El
tipo de obediencia que, desde siempre, ha permitido a los agentes
diplomáticos del gobierno norteamericano apoyar sin reparos a los
mayores criminales y corruptos déspotas de la historia.
McFarland desea solamente escalar en su carrera, llegar tal
vez a subsecretario de Estado y retirarse con una buena jubilación.
Si en
esa carrera debe apoyar a gente como Somoza, o Videla, le
importa poco porque pocos, si acaso alguien, en Estados Unidos, le
llamarán la atención sobre esa conducta.
Y si ocurre que alguien le recuerde alguna vez los derechos
conculcados con su auxilio, podrá alegar, como acostumbran los de
su clase, la obediencia debida que sostuvo fervientemente aquí
el senador Gonzálo Quintana.
De manera que nadie debería abrigar ilusiones vanas sobre la
ida de McFarland y la venida de su reemplazante, pues el nuevo
embajador seguirá haciendo exactamente lo mismo que Clinton viene
ordenando que se haga en Paraguay desde que descubrió los
beneficios de tener un país desde el que sus socios pueden enviarle
dinero sin control de la ciudadanía norteamericana.
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