El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, despierta animadversión
en los sectores conservadores de América Latina no solamente por
ser un líder revolucionario, sino por su discurso sobre el
neoliberalismo.
Los conservadores parecen poco dispuestos a aprender de sus
errores anteriores, numerosos.
En primer lugar, el neoliberalismo tal como se ha aplicado en
la práctica en América Latina es un desastre, una catástrofe
descomunal que ha empobrecido a la región, agravando groseramente
los peores aspectos de la vida latinoamericana.
Las estadísticas, sea cual sea la fuente a la que se
recurra, son constantes, uniformes y elocuentes: desde el inicio de
la ola neoliberal la pobreza ha aumentado en lugar de disminuir, la
marginalidad también, la violencia social también, la exclusión
también.
¿Por qué?
Porque bajo la denominación de neoliberalismo en América
Latina se han repartido privilegios, tan costosos para la sociedad
como las empresas públicas a las que reemplazaron.
Salvo el caso de Chile, pero aún él con reservas, la ola
neoliberal en América Latina ha consistido en montar enormes
mecanismos de concentración de la riqueza mediante la creación de
monopolios u oligopolios privados, concesiones de parcelas de
mercado y, en fin, destrucción de las posibilidades de competencia
allí donde las había.
El neoliberalismo en América Latina no es, nunca fue y no
tiene vocación de ser, parecido, semejante, o emparentado al
capitalismo popular de Margaret Thatcher o Ronald Reagan, sino
que es una mera reformulación del mercantilismo franco-español.
Con esa reformulación han sido destruidos nuestros estados
nacionales. No han sido reconvertidos, han sido destruidos. No son más
eficaces para servir a nuestros pueblos, que los sostienen; son
gendarmes de los privilegios otorgados en nombre de la reforma.
Hay que ser demasiado obcecado, demasiado dogmático, para no
ver las evidencias, que están por doquier.
Chávez, pues, tiene completa razón para denostar contra el
neoliberalismo que, en América Latina sí es un camino al infierno.
En segundo lugar, pero con importancia idéntica, el discurso
de Chávez sobre problemas económicos es accesorio para su revolución.
Su revolución es, principalmente, política, y consiste en
democratizar en sentido real a la sociedad venezolana.
En eso, es semejante a la revolución de Jefferson y por eso
mismo es una revolución importante, fundamental, para América
Latina.
Jefferson, y antes que él Locke, Montesquieu y Adam Smith,
postularon la teoría de que el desarrollo de las naciones depende,
antes que de cualquier otra cosa, de una vida institucional ordenada
y que la vida institucional ordenada no se logra más que a través
de mecanismos que garanticen la libertad y la participación políticas.
Esa es, al fin y al cabo, la Revolución Americana de 1776 y
la de Chávez es su pariente. Los conservadores no logran comprender
esto o lo comprenden muy bien.
Nadie serio podría descartar la posibilidad de que Chávez
no sea un buen administrador y que, al final, su gobierno termine en
el fracaso económico.
Sin embargo, si la revolución tiene éxito, ella está
estableciendo las bases que permitirán a los venezolanos corregir
el rumbo, si resulta necesario.
Pero la económica no es la revolución de Chávez. La
revolución de Chávez es dar al pueblo venezolano, por primera vez
en su historia, el protagonismo al que tiene derecho: Con Chávez
decide el pueblo. Ese es el lema, y el alma, del proceso político
venezolano.
No es extraño que los conservadores teman a esa revolución.
Deben temerle, porque si triunfa, habrá acabado con los privilegios
que empobrecen a los pueblos de América, con las riquezas que unas
pocas familias se llevan a Miami para dilapidar allí su terrible
mal gusto.
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