Había
una vez un pequeño país oprimido. No estaba sufriendo porque no
tuviera recursos o porque sus habitantes fueran cretinos, sino
porque estaba gobernado por ladrones sostenidos por la “gente
bien” que vivía de contratos y prebendas públicos.
Los habitantes de ese país quisieron cambiar pacíficamente
ese gobierno varias veces, pero cada vez que había elecciones y los
corruptos perdían, recurrían a jueces venales que prevaricaban en
forma olímpica para mantenerlos en el poder.
Las personas decentes entraban a las cárceles y los
inmorales eran dueños de la situación.
Todas las veces que se robaban elecciones o se protestaba
contra la situación aparecía en ese pequeño país oprimido el
embajador de Estados Unidos para decir que él y su gobierno creían
que había que respetar los plazos que beneficiaban a los corruptos
porque eso era la ley.
El embajador de Estados Unidos nunca hablaba del respeto a la
ley cuando los jueces venales prevaricaban, pero siempre, con un
cinismo que ofendía a la decencia, terminaba sus discursos
pro-oficialistas diciendo que, por supuesto, él creía en la
democracia.
Así, los ladrones habían logrado despojar a ese pequeño país
de millones de dólares que depositaban en cuentas en el extranjero.
Seiscientos millones, setecientos millones, demasiados millones que
debieron haberse usado en salud, educación, comunicaciones, energía.
Cuando los ladrones viajaban a Estados Unidos, los recibía
incluso el presidente. Sus socios comerciales tenían el teléfono
directo de la Oficina Oval de la Casa Blanca. Cuando los que querían
el cambio hablaban, los norteamericanos decían que no tenían
credenciales democráticas y les cerraban las puertas.
Así que cuando los funcionarios norteamericanos caminaban
por las calles de ese pequeño y desgraciado país, la gente los
miraba con cada vez más resentimiento pues ellos eran el principal
sostén del régimen opresor.
Hasta que, después de mucho aguantar, no se aguantó más y
los ciudadanos de ese país salieron a las calles a demoler el
sistema de corrupción que les habían impuesto. Derrocaron a los
ladrones, encarcelaron a los jueces prevaricadores, hicieron
devolver los bienes malhabidos a la “gente bien”.
Y también cerraron la embajada de Estados Unidos y sus
misiones militares, civiles y comerciales y sus absurdos sofismas en
pro de la corrupción y los negociados.
Escucha yanqui, ese pequeño país es Cuba y esto no es un
cuento, sino que sucedió en la vida real en 1959.
Yo
solo espero que los paraguayos tengamos alguna vez también la
fuerza necesaria para recuperar nuestra democracia perdida, para
meter en la cárcel a los ladrones y a sus jueces y para expulsar de
nuestro país a sus cómplices de las embajadas extranjeras.
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